No hace mucho tiempo nos abandonaba Solitario George. Este último superviviente de la especie de tortugas gigantes Chelonoidis abingdoni moría de viejo a sus probablemente más de cien años y, con él, desaparecía uno de los símbolos más folclóricos de este archipiélago catalogado entre los rincones más vírgenes que quedan en el planeta. Aisladas del mundo a unos mil kilómetros de las costas de Ecuador, las islas Galápagos –que aunque le deben el nombre a su gran diversidad de tortugas atesoran muchísimas más especies animales– se mantienen como un auténtico laboratorio viviente casi doscientos años después de que el naturalista inglés Charles Darwin se sirviera de su biodiversidad para desarrollar su teoría sobre la evolución de las especies y la selección natural.
Ecosistemas únicos
Las
desnudas geografías de cataclismo de este archipiélago no podrían distar más de
las islas de postal que uno espera encontrarse en el trópico. Tampoco habrá
aquí que buscar grandes hoteles de lujo ni Spas de pecado, y sin embargo las
Galápagos esconden uno de los destinos más exclusivos del mundo. La razón
radica, precisamente, en su rareza. Lejos de cualquier lugar, en mitad del
Pacífico y en el cruce de importantes corrientes oceánicas, su combinación
única de ecosistemas terrestres y marinos provocó que a lo largo de millones de
años muchas especies evolucionaran de forma distinta no solo con respecto a sus
congéneres en tierra firme sino incluso de una a otra de sus islas. Darwin fue
el primero en comprobarlo. El entonces jovencísimo y algo inexperto naturalista
inglés, integrante de la expedición que estaba realizando el Beagle para
cartografiar las costas de América, arribaba en 1835 a este archipiélago de
origen volcánico que a lo sumo frecuentaban piratas y balleneros. Las apenas
cinco semanas que permaneció en Galápagos le bastaron para consolidar con
evidencias su entonces revolucionaria teoría de la evolución de las especies, y
reabrir entre la comunidad científica el debate sobre la necesidad de animales
y plantas de adaptarse a su hábitat para sobrevivir.
Hoy,
gran parte de la vida silvestre que estudiara Darwin sigue prosperando en este
archipiélago donde el 97 por ciento de su extensión está inventariado como Parque
Nacional, amén de contar en su haber con otros títulos como el de Patrimonio de
la Humanidad desde 1979 y el de Reserva de la Biosfera desde 1985. Su
singularidad es tal que no son pocas las voces de alarma que insisten en
protegerlas todavía más de la presencia humana, de ahí que visitarlas sea una
tarea cara y cada vez más controlada.
Su
Reserva Marina de 138.000 kilómetros cuadrados, con catorce islas principales,
seis menores y unos cuarenta islotes diseminados a uno y otro lado de la línea
del Ecuador, se recorre fundamentalmente en cruceros de más o menos categoría,
pero siempre de pequeñas dimensiones. Los más grandes pueden llevar a lo sumo
un centenar de pasajeros. También existe la posibilidad de instalarse en la
localidad principal de Puerto Ayora y realizar desde allí algún salto a los
puntos más próximos, aunque las distancias son tan considerables que sería
quedarse con la miel en los labios. Llegados a este punto tan remoto de la
Tierra no tendría mucho sentido ver la porción minúscula de esta maravilla que
permiten las excursiones de un día, por lo que los cruceros, de generalmente
entre tres días y una semana, son sin duda la mejor de las opciones. La noche
se aprovecha para realizar los desplazamientos más largos, mientras que cada
mañana y cada tarde se va recalando por diferentes puntos de las islas en
compañía –es obligatorio– de los guías de naturaleza que lleva a bordo cada
embarcación y que impiden que los visitantes se aparten de los senderos
trazados, permanezcan más tiempo del reglamentado en cada lugar o incumplan
cualquiera de las muchas normas que se les exige a cambio del privilegio de
pisar estos santuarios naturales.
Fauna cada dos pasos
Las caminatas por las islas despachan el absoluto plato fuerte de arrimarse hasta lo indecible a su barbaridad de tortugas, pingüinos o iguanas terrestres y marinas –capaces éstas de bucear hasta una hora–, además de avistar inmensas colonias de fragatas, albatros, alcatraces, hasta trece especies endémicas de pinzones o los únicos cormoranes del mundo que, debido a la evolución, han perdido la facultad de volar. También será fácil admirar los piqueros de patas azules, uno de los pájaros más buscados por los apasionados de las aves, y hasta bañarse en playas frecuentadas por delfines y leones marinos e incluso bucear rodeado por una increíble fauna que incluye desde tiburones martillo y el inmenso tiburón ballena hasta rayas gigantes o muchas de las otras especies a menudo pelágicas que convierten las Galápagos en, también, una meca para los submarinistas. Y tan sorprendente o más que este apabullante catálogo de fauna resulta comprobar cómo los animales, que no cuentan en tierra con predadores naturales, tampoco perciben al hombre como un peligro, por lo que se comportan ante su presencia con la naturalidad más pasmosa.
Las caminatas por las islas despachan el absoluto plato fuerte de arrimarse hasta lo indecible a su barbaridad de tortugas, pingüinos o iguanas terrestres y marinas –capaces éstas de bucear hasta una hora–, además de avistar inmensas colonias de fragatas, albatros, alcatraces, hasta trece especies endémicas de pinzones o los únicos cormoranes del mundo que, debido a la evolución, han perdido la facultad de volar. También será fácil admirar los piqueros de patas azules, uno de los pájaros más buscados por los apasionados de las aves, y hasta bañarse en playas frecuentadas por delfines y leones marinos e incluso bucear rodeado por una increíble fauna que incluye desde tiburones martillo y el inmenso tiburón ballena hasta rayas gigantes o muchas de las otras especies a menudo pelágicas que convierten las Galápagos en, también, una meca para los submarinistas. Y tan sorprendente o más que este apabullante catálogo de fauna resulta comprobar cómo los animales, que no cuentan en tierra con predadores naturales, tampoco perciben al hombre como un peligro, por lo que se comportan ante su presencia con la naturalidad más pasmosa.
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